El camino espiritual se siente como subir una montaña.
No es fácil. A menudo es pedregoso, difícil de caminar.
Puedes resbalarte, y en esos momentos intentas sujetarte con todas tus fuerzas a lo que tienes enfrente para no caer.
A veces el sendero se vuelve tan empinado que necesitas soltar peso, dejar ir ciertas cosas para avanzar más liviano.
Mirar hacia abajo puede dar vértigo, o puede despertar nostalgia y tristeza por lo que dejas atrás.
A veces, el dolor en las manos es tan intenso que parece imposible seguir adelante, como si el sufrimiento fuera más fuerte que tu voluntad.
Pero entonces, de la nada, una fuerza—esa que solo la vida misma puede despertar—te impulsa y te susurra que sigas adelante.
Hay momentos en los que el frío es tan intenso que lo único que deseas es sentir el calor del sol. Pero parece que hasta el sol está congelado, y lo único que te abriga es el latido de tu propio corazón.
Y cuando respiras ese aire puro, transparente, que penetra cada rincón de tu ser y lo refresca, es un renacimiento.
Una claridad te llena por completo. Entonces miras a tu alrededor y comprendes que donde estás es perfecto, es hermoso.
El sol ilumina el camino, y la nieve refleja su luz.
El atardecer, visto desde diferentes perspectivas, aunque sus colores cambien, mantiene su belleza perenne.
En el ascenso, te cruzas con otros escaladores, cada uno con su propio ritmo, trazando su propia ruta.
Es hermoso encontrarlos, compartir y disfrutar de la compañía, pero no puedes desviarte para seguirlos y perder tu propio camino.
Si tienes la humildad suficiente, puedes recibir guía para evitar caminos peligrosos o perderte por no saber dónde caminas.
Subir una montaña te conecta con tu propia soledad.
Nadie puede llevarte hasta la cima ni recorrer tu camino por ti.
Solo la montaña lo entiende. Y en esa unión con ella, descubres que nunca estuviste separado.
Love, Damari.